De acuerdo con K. H. Silvert, en Iberoamérica, el término caudillismo alude generalmente a cualquier régimen personalista y cuasimilitar, cuyos mecanismos partidistas, procedimientos administrativos y funciones legislativas están sometidos al control inmediato y directo de un líder carismático y a su cohorte de funcionarios mediadores. Debe su aparición al colapso de una autoridad central, capaz de permitir a fuerzas ajenas o rebeldes al Estado apoderarse de todo el aparato político. En consecuencia, es producto de la desarticulación de la sociedad; efecto de un grave quebranto institucional. La metodología histórica que ha forjado el término maneja la idea central de que el caudillo es la pervivencia de un fenómeno antiguo, propio del siglo XIX. Aunque, en general, encontraba la base de su poder en las zonas rurales, la consolidación del mismo exigía que extendiese su dominio a la capital de la nación. Así, por ejemplo, con el derrumbe del Porfiriato, México se ajustó a este patrón, y fue en más de un sentido una réplica de lo ocurrido cuando, por efecto de las luchas intestinas posteriores a la Independencia, se acabó de dar al traste lo que quedaba de la estructura institucional heredada de la Colonia. A principios del siglo XX, fueron bandas armadas, acaudilladas por jefes nuevos o tradicionales y sin ninguna experiencia militar, las que ocuparon provisional o definitivamente los vacíos políticos existentes. Los Ejércitos revolucionarios difícilmente obedecían a un liderazgo central –llámese de Madero o de Carranza, o de cualquier otro– y más bien tendían a actuar con la mayor autonomía posible; situación que perduró hasta bien entrados los veintes. Estos serían los tiempos de un antiguo pequeño propietario y comerciante agrícola –devenido en general triunfante– de nombre Álvaro Obregón, quien va a ostentar los rasgos más definidos del último caudillo mexicano.
Entre los atributos comunes al caudillo antiguo y moderno está su cualidad carismática. Para Max Weber, carisma es "la insólita cualidad de una persona que muestra un poder sobrenatural, sobrehumano o al menos desacostumbrado, de modo que aparece como un ser providencial, ejemplar o fuera de lo común, por cuya razón agrupa a su alrededor discípulos o partidarios."3 La atracción de los prosélitos es crucial, "y esencialmente el carisma del gran personaje no se define tanto por lo que dijera o hiciera, sino por la adhesión suprarracional de sus respectivos seguidores".4 La dominación carismática, o del que tiene carisma –ya sea héroe militar, revolucionario, demagogo o dictador– significa la sumisión de los hombres a su jefe. El sustento del carisma es emocional, puesto que se fundamenta en la confianza, en la fe, y en la ausencia de control y crítica. Pero el carisma no basta: nadie puede ser un líder solitario, puesto que su carácter, las esperanzas de sus contemporáneos, las circunstancias históricas, y el éxito o el fracaso de su movimiento respecto a sus metas son de igual importancia en los resultados que obtenga.
El carismático, por su parte, cree, dice creer, y hace creer que está llamado a realizar una misión de orden superior y su presencia es indispensable. Fuera de él, está el caos. Aquí los conceptos de jefe y de institucionalidad aparecen claramente como distintos y contrarios. Su tipo de dominación se opone a la dominación legal y a la tradicional, porque éstas significan límites debido a la necesidad de respetar la ley o la costumbre, y tener en cuenta los órganos instituidos del control social. Weber advierte que la dominación carismática no se encuentra en estado puro en la realidad, ya que no está desprovista del todo de legalidad, y la tradición comporta ciertos aspectos carismáticos o incluso burocráticos. En mayor o menor medida, toda revolución tiene un carácter fuertemente carismático, algo comprobado desde Cromwell hasta las revoluciones del siglo XX. Y puesto que el carisma crea situaciones excepcionales, se enfrenta a problemas difíciles de solucionar, como es la sucesión. Tarde o temprano se vuelve a un régimen tradicional o legal. Al desaparecer el jefe, se entra a una crisis de la que no se puede salir, porque su carisma ni se hereda ni deja efectos más allá de la vida del jefe. Una solución, nada segura, es que designe un sucesor en vida, con la anuencia o con la negativa de sus partidarios. En este caso, tal solución es temporal, porque por regla se origina una lucha más o menos abierta, pacífica o violenta, entre el grupo del carismático y el grupo del sucesor, y por lo regular el sector del "carismático", en ausencia del jefe, tiende a ser dominado por su contrario.
Los caudillos no han sido necesariamente gente con arreos ideológicos o grandes proyectos de cambio social; su temeridad guerrera, sus habilidades organizativas, sus limitados escrúpulos, su capacidad para tomar decisiones drásticas, los convierten en los hombres del momento. Lograron organizar y ponerse a la cabeza de cuerpos militares triunfantes, y en su momento gozaron de una apreciable legitimidad, antes de que su sino político se eclipsara. Un instinto de autodefensa social les hizo aceptables por cientos o miles de seguidores. Y finalmente, el acceso al poder los convirtió en dictadores, marcando la parte final del ciclo. En el caso de México, la Revolución ofreció a Álvaro Obregón la posibilidad de convertirse en militar en ascenso y en político de altos vuelos. No fue, como los caudillos de otras épocas, uno que se sustentaba en una estructura política primitiva, calcada de la lealtad personal del peón o campesino hacia el patrón. Su dominio se sustentaba parcialmente en una liga de caudillos menores y caciques subordinados, aunque de volátil lealtad. Obregón estableció su poder en la jerarquía revolucionaria –primero local, luego regional y después nacional–gracias a su habilidad para cosechar victorias militares y políticas. Su poder nacional aumentó por dos factores: el apoyo popular y su habilidad para hacer alianzas. El primero era resultado de sus logros bélicos y de su propia personalidad, enérgica y dada al humor al mismo tiempo, y la segunda de su capacidad para ofrecer un "proyecto compartido" a sus interlocutores y a pagos políticos.
¿Cuáles son las características vigentes del viejo caudillismo, para el siglo XX y el XXI? La pregunta no es tan sencilla de contestar. Las sociedades latinoamericanas decimonónicas difieren al paso del tiempo. A manera de ejemplo, la Argentina de Rosas abrumadoramente rural, que atraviesa por un difícil proceso de unificación política; la de Perón es la de la prosperidad agropecuaria, de las exportaciones y de la industrialización en ascenso. En dos épocas, Argentina es como si fuera dos países distintos. El caudillismo en este país, por lo tanto, tendrá sus diferencias según la época.
http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0188-77422007000100002
No hay comentarios.:
Publicar un comentario